Música, fiestas, alcohol y playa. Como cualquier grupo de chicas universitarias estresadas por una época intensa de exámenes pensábamos en las vacaciones del ecuador de la carrera.
El primer destino en el que pensamos fue la Toscana, la costa nos llamó la atención, pero sus paisajes, arquitectura y gastronomía nos enamoraron para que fuera el viaje perfecto del ecuador de la carrera. Ilusionadas y con el fin de vivir una experiencia similar a la de Frances en Bajo el sol de la Toscana, la realidad nos sacudió de golpe.
El precio de los vuelos tumbó nuestras expectativas al superar el precio acordado. Nos pusimos a mirar otros destinos. Tenerife nos devolvió la confianza: los atardeceres en la playa, el buen clima, los cócteles y las «papas arrugás». ¿Qué podría salir mal?
Cinco meses después, todo estaba planificado a la perfección. Teníamos literalmente un planning de todo el viaje, en el que figuraban hasta las horas que nos llevaría cada actividad. Emprendimos nuestro viaje hacia el aeropuerto de La Laguna. A apenas media hora de Santa Cruz de Tenerife, un 19 de junio, miércoles por la mañana, muy temprano.
El hecho de que no hubiese puerta de embarque clara en el aeropuerto de Madrid – Barajas. Ya proyectaba la idea de que no todo nos iba a salir como lo habíamos calculado. Ese solo fue el primer indicio. Al pisar la tierra de los chicharreros, después de una larga siesta de dos horas, nos dirigíamos al apartamento que teníamos reservado en el “culo del pato” – decidimos llamarlo así por su forma geográfica vista desde arriba .
Así acabamos 5 chicas, felices y entusiasmadas al principio porque no sabíamos lo que nos esperaba; una joven gafe, una pelirroja con mala suerte, una extremeña cabezota junto a una madrileña tozuda y una venezolana sarcástica. Con el bañador ya puesto nos dirigimos a comprar para poder dejarlo todo listo y dirigirnos directamente a la playa. Pero nuestros deseos no iban a poder cumplirse. Tal y como habíamos acordado en Madrid: el supermercado más cercano estaba a media hora y la playa a dos.
Cogimos nuestro Fiat 500, alias “el huevito”, y nos fuimos hacia el pueblo de Masca, al otro lado de la isla, con la experiencia de un conductor de poco más de dos meses. Literalmente es el pueblo más bonito y a la vez más horrible que una persona pueda visitar. Era un hilo de curvas y curvas que nunca acababan, con cuestas hacia arriba y haca abajo, sin un rumbo firme. Era como si se tratase del trazo de un niño de 2 años para su dibujo de preescolar.
Cuando metimos la primera marcha del coche comenzaba la experiencia más tensa del viaje. Ingenuas, en efecto, por confiar ciegamente en el Google Maps. Es difícil de explicar la sensación en ese momento, pero podemos apostar todas y cada una de nosotras, que va a ser muy complicado superar la tensión vivida en esos minutos. En esa carretera, donde las curvas no cesaban, y la montaña crecía por segundos. Aun así, se puede decir que fue una experiencia que ninguna va a olvidar, y sobre todo fue un viaje digno de su posición en el ecuador de la carrera. Nos hizo valorar, pensar, vivir, soñar, temer también, por qué no, pero sobre todo aprendimos lo que era disfrutar de la vida y de una buena compañía.
